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El 15 de Marzo de 2020 se ha activado el primer estado de alarma en España y la población ha sido confinada en sus casas. Se cerraron los establecimientos no esenciales y la vida diaria se volvió de repente sumamente restringida. Solo podíamos ir a trabajar, a comprar alimentos y medicinas, y a atender emergencias. Bueno, los que todavía tenían trabajo y no acabaron en ERTE con sus contratos suspendidos por culpa del COVID19. Esos ya tenían menos motivos relevantes para salir a la calle. 

A finales de Abril, llegó el anuncio del plan de desconfinamiento de España, que consistía de varias fases en las cuales se reducían gradualmente las limitaciones. Hubo protestas por parte de varios sectores de la población contra la gestión del gobierno y se pidió incluso la dimisión. Fueron unas semanas de agonía para muchos de nosotros, algunos eran más libres que otros según el tamaño de su ubicación, su edad y su situación particular. De repente, tenías mejor calidad de vida estando en el pueblo y más horas para salir a la calle, a cambio vivir en las ciudades grandes parecía una cárcel. 

El 21 de Junio, pasamos a la llamada “nueva normalidad”, que expresión más horrible. Los gobiernos central y autonómicos retomaron sus funciones habituales, se acabaron las fases de desconfinamiento, algunas ciudades como Barcelona pasaron dos fases en 24-48h. Se acabaron las restricciones de movilidad entre provincias y comunidades autónomas. Nos quedamos con las medidas publicadas en el real decreto: uso de mascarilla en lugares públicos, promoción masiva del teletrabajo y supuestamente una detección mejor de casos. 

En verano, pensamos que ya está, que hemos pasado lo más difícil, que ahora solo puede ir a mejor.

¡Qué equivocados estábamos! Pero por lo menos disfrutamos las playas, comimos tranquilos en las terrazas de los chiringuitos, nos juntamos con gente e hicimos una vida más cercana a la normalidad. En Julio, apareció la palabra “rebrote”, aumentaban los casos y en breve nos obligaron a usar mascarillas también al aire libre. Con el calor y la humedad específica, el verano ya no sonaba tan guay, pero lo importante era estar protegidos frente a la intemperie, era por nuestro propio bien. 

En septiembre se decretó de nuevo el estado de alarma para poder confinar zonas de la Comunidad de Madrid. De nuevo necesitabas motivos relevantes para salir de casa y desplazarse, se redujeron aforos en los establecimientos abiertos al público, se limitaron las reuniones entre no convivientes. Hacia finales de octubre, la cosa se extendía a nivel nacional. Volvió el toque de queda nocturno, la prohibición de salir de la comunidad autónoma de residencia, la limitación de grupos tanto en espacio público como en privado. El otoño con sus resfriados y gripes de temporada se confundia y mezclaba con los síntomas del virus. 

El invierno fue muy duro también.

Alguna que otra relajación en las semanas de Navidad, fin de año o de Reyes, pero seguimos haciendo reuniones, quedadas y celebraciones por Zoom, Whatsapp u otras redes sociales como en los meses anteriores. Los que tenían la familia cerca tuvieron suerte, a lo mejor pudieron hacer el árbol juntos, compartir alguna comida festiva e incluso verse en vivo. Los que no, se juntaron con su familia no oficial, los amigos, e intentaron alegrarse y celebrar como se podía, así con la limitación de personas no convivientes. Al final, cada uno hizo lo que considero mejor, más seguro y más políticamente correcto. 

En teoría, fue menos severo que en primavera. Las leyes lo dicen, el gobierno y las demás autoridades lo dicen, hasta la gente lo dice. No teníamos prohibido salir de casa durante el día, había toque de queda nocturno eso sí, ¿pero a donde ir cuando la mayoría de los sitios estaban cerrados? No comprabas comida cada día, ni ropa, electrónicos o cosas asi. Tampoco había dinero para gastar, o si había, preferimos no hacerlo por si las moscas. Aún teníamos ERTEs totales y parciales, el Estado pagaba con retraso las ayudas o no pagaba. 


Ya se cumplio un año desde aquel momento 0 en nuestras vidas y todavía no ha acabado. Nadie sabe cuándo ocurrirá eso y dónde está la luz al final del túnel. Allí seguimos, con esperanza, ya que es la única que nos queda. 

Seguimos viviendo día tras día con restricciones de movilidad, limitaciones de libertades individuales y grupales, con más no se puede que sí se puede. Nos hemos vuelto caseros todos, no porque nos guste sino porque no hay más opciones disponibles en la mesa. De allí, el boom de las embarazadas y de los bebés post confinamiento. 

Nos hemos acostumbrado poco a poco a trabajar online, a reunirnos online, a tener citas online, a hacer deporte online y un mogollón de cosas más online. Online está bien, pero tampoco tanto. Si, han mejorado muchos sistemas mas rapido, tanto públicos como privados, han aparecido aplicaciones que nos facilitan todavía más la vida, se ha forzado un desarrollo tecnológico brutal por culpa de la necesidad. ¡Es fantástico! Pero el online no compensa ni de lejos los abrazos, las caricias, los besos, las risas, el vernos cara a cara. 

Ah, ¡no nos olvidemos de los solteros! Y me refiero tanto a los que no tienen pareja, como a los que viven solos. Parece que las reglas han sido hechas para los que tienen familias numerosas y viven en una masía, aunque estos tampoco han sido tan felices. Los convivientes molan, pueden y se mueven en manada, los no convivientes con limitación de grupo. Alguien ha decido quien es nuestra burbuja y con quien deberíamos compartir. Si te gustaba vivir solo, estar solo, pasar tiempo solo, seguro que llegaste a tu límite. Y si no tienes pareja, pues mucha suerte en encontrar una cuando no hay casi vida social, actividades en grupo u oportunidades de conocer gente de fuera de tu burbuja. ¡Mala suerte amigo! ¡Planea mejor la próxima vez!

Todas estas medidas han tenido graves consecuencias materiales. Todos lo vemos en la falta de trabajo, en la economía cada dia mas decaida, en algunos de los sectores más afectados, en el turismo casi inexistente y con pérdidas irrecuperables. Es triste salir a la calle y ver las persianas bajadas de las tiendas o de los restaurantes, algunos solo temporalmente, otros probablemente para siempre. De vida nocturna ya ni hablamos, la hemos enterado, y si no es así, ni idea cómo saldrán de esta. Calles más desiertas o con poca afluencia, por una parte mola sobretodo si vives en una ciudad tan turística como Barcelona, pero por otra es deprimente. No es común en una ciudad grande, debería tener más vida aunque sea a ratos. 

¿Y qué decimos de las consecuencias emocionales? Nadie pensó en eso creo. Lo hemos hecho sobre la marcha, lo estamos haciendo sobre la marcha. Tampoco creo que hubiera manera de preverlo si nadie se podía imaginar lo que nos venía encima. Tal vez si de minimizarlo a través de las restricciones y las limitaciones impuestas. Durante todo este tiempo, todos hemos sufrido en menor o mayor medida de ansiedad, hasta de una forma de depresión a lo mejor, aunque no haya sido diagnosticada o no la queramos reconocer. Todavía podemos solucionarlo, todavía podemos hacer algo para no volvernos locos a medio y largo plazo. 


Hasta hace un año, pensábamos que todo esto era solo una obra de ficción, una serie o una película distópica, que nunca nos pasará. Que el mundo es indestructible y nosotros también. Y resulta que no, que se ha convertido en nuestra realidad.


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